Hace ya algunos años, me contaron una historia verídica de la guerra civil. Me he atrevido a novelarla aunque en lo esencial los hechos narrados obedecen a los datos que conocí. Es por tanto, una historia donde se entremezcla ficción y realidad. Los nombres de los protagonistas los he cambiado pues a pesar de los muchos años transcurridos y que ya han fallecido, es innegable que las heridas de la guerra aún duelen mucho. Por Antonio Alfonso
Manuel y Joaquina formaron un matrimonio aparentemente feliz, mas la dichosa guerra civil vino a truncar en gran parte esa felicidad. A pesar de que él no sentía simpatías hacia ninguna ideología, “ a mí, ni los rojos ni los azules , solía decir, se vio abocado por razones de uniforme a hacer el trabajo sucio que se suele hacer en todas las guerras.
Esa noche clara de luna grande, Manuel formaba parte del piquete de ejecución. Sus compañeros al igual que él, se mantenían con el rictus serio y con poquitas ganas de estar donde estaban. Frente a ellos, un grupo de unas veinte personas apuraban el último soplo de vida que aún les quedaba. Algunos sollozaban arrodillados implorando el perdón de sus verdugos, otros, en cambio, permanecían serenos aguardando su final. La dichosa guerra.
Manuel se sobaba nervioso la barbilla con la mirada perdida en el horizonte. No entendía nada de nada. ¿Qué mal habían hecho esos pobres infelices para que se les castigara de esa
manera? Algunos eran prácticamente niños. Sintió ganas de salir corriendo, de huir, pero era consciente que en aquellas circunstancias esos gestos estaban muy mal vistos. Le formarían un Consejo de Guerra, si no le descerrajaban un tiro allí mismo, pensó. Tenía que pensar en su familia, en Joaquina , en sus hijos, Manuel y Antonio, niños de muy corta edad. ¿Qué sería de ellos si algo le pasaba? Tenía que apechugar con aquella ingrata responsabilidad si no quería ser él el fusilado.
Todo ocurrió más rápido de lo previsto. Al cabo de la consabida orden, un fuerte traqueteo de fusiles y el posterior tiro de gracia. En apenas unos segundos se habían segado todas aquellas vidas. Todo había terminado según lo previsto. Después retiraron los cuerpos y volvieron a efectuar tan macabra operación. Así hasta cuatro o cinco veces esa noche.
Manuel llegó cuando ya el sol comenzaba a colarse tímidamente por los ventanucos de su vivienda. Joaquina, que le esperaba sin parar de recorrer nerviosa las habitaciones, se lo encontró en la puerta, algo apesadumbrado y cabizbajo. Le retiró cuidadosamente la guerrera y le preparó un café. No articularon palabra alguna en tanto se iba deslizando suavemente la luz del día sobre la blanca casita de adobe.
Como viera que después de aquella noche siguieran otras con idénticos resultados, tuvo a bien solicitar que lo enviaran al frente. Prefería cualquier cosa antes que pasar nuevamente por lo mismo. Aquella situación le estaba destrozando los nervios y quebrando seriamente la salud. Su cuerpo, de estatura mediana y algo delgaducho, se iba consumiendo lentamente como las velas de las iglesias. Comía casi por obligación y dormía lo justito cuando no se rebanaba los sesos abstraído en pensamientos oscuros.
Joaquina, a partir de la marcha de su marido y cuando la faena se lo permitía, se acercaba a la iglesia de La Soledad a encender una velita por él, para que lo alumbrara en los inciertos caminos de sangre que obligado por las circunstancias tenía que recorrer. Después, rezaba dos padrenuestros, dos avemarías y dos glorias, se santiguaba y se iba con la pena metida en las entrañas de su cuerpo. Así, casi todas las tardes.
Cuando acabó aquella locura fratricida, Manuel volvió al hogar trayendo en el rostro la huella del que se ha dejado casi todo por el camino. Apenas se refirió nunca a las vicisitudes que le ocurrieron en el frente aunque sus silencios presagiaban que nada bueno debió ocurrirle. Se volvió más prudente y reservón, si cabe.
A través de una buena recomendación que hizo su suegro, Ramón, capitán retirado del ejército, logró cambiar de trabajo pues la profesión que desempeñaba le obligaba a faenar en las aguas turbulentas de la represión que vino tras la guerra. Se colocó, pues, de ordenanza en un Ministerio.
Empezó a llevarse muy bien con la bebida pero muy mal con su familia, que tuvo que padecer el carácter algo irascible que fue tomando con el tiempo.
Murió a mediados de los años noventa y hasta el último suspiro llevó con resignación la pena de lo vivido aquellos trágicos años.
Joaquina murió hace unos pocos años. A pesar de la edad mantuvo la lucidez casi hasta el final. Antes que la enfermedad llenara de sombras su cerebro, hablaba de vez en cuando de la guerra. Esto es lo que venía a decir, más o menos.
Antonio Alfonso Hernández
Manuel y Joaquina formaron un matrimonio aparentemente feliz, mas la dichosa guerra civil vino a truncar en gran parte esa felicidad. A pesar de que él no sentía simpatías hacia ninguna ideología, “ a mí, ni los rojos ni los azules , solía decir, se vio abocado por razones de uniforme a hacer el trabajo sucio que se suele hacer en todas las guerras.
Esa noche clara de luna grande, Manuel formaba parte del piquete de ejecución. Sus compañeros al igual que él, se mantenían con el rictus serio y con poquitas ganas de estar donde estaban. Frente a ellos, un grupo de unas veinte personas apuraban el último soplo de vida que aún les quedaba. Algunos sollozaban arrodillados implorando el perdón de sus verdugos, otros, en cambio, permanecían serenos aguardando su final. La dichosa guerra.
Manuel se sobaba nervioso la barbilla con la mirada perdida en el horizonte. No entendía nada de nada. ¿Qué mal habían hecho esos pobres infelices para que se les castigara de esa
manera? Algunos eran prácticamente niños. Sintió ganas de salir corriendo, de huir, pero era consciente que en aquellas circunstancias esos gestos estaban muy mal vistos. Le formarían un Consejo de Guerra, si no le descerrajaban un tiro allí mismo, pensó. Tenía que pensar en su familia, en Joaquina , en sus hijos, Manuel y Antonio, niños de muy corta edad. ¿Qué sería de ellos si algo le pasaba? Tenía que apechugar con aquella ingrata responsabilidad si no quería ser él el fusilado.
Todo ocurrió más rápido de lo previsto. Al cabo de la consabida orden, un fuerte traqueteo de fusiles y el posterior tiro de gracia. En apenas unos segundos se habían segado todas aquellas vidas. Todo había terminado según lo previsto. Después retiraron los cuerpos y volvieron a efectuar tan macabra operación. Así hasta cuatro o cinco veces esa noche.
Manuel llegó cuando ya el sol comenzaba a colarse tímidamente por los ventanucos de su vivienda. Joaquina, que le esperaba sin parar de recorrer nerviosa las habitaciones, se lo encontró en la puerta, algo apesadumbrado y cabizbajo. Le retiró cuidadosamente la guerrera y le preparó un café. No articularon palabra alguna en tanto se iba deslizando suavemente la luz del día sobre la blanca casita de adobe.
Como viera que después de aquella noche siguieran otras con idénticos resultados, tuvo a bien solicitar que lo enviaran al frente. Prefería cualquier cosa antes que pasar nuevamente por lo mismo. Aquella situación le estaba destrozando los nervios y quebrando seriamente la salud. Su cuerpo, de estatura mediana y algo delgaducho, se iba consumiendo lentamente como las velas de las iglesias. Comía casi por obligación y dormía lo justito cuando no se rebanaba los sesos abstraído en pensamientos oscuros.
Joaquina, a partir de la marcha de su marido y cuando la faena se lo permitía, se acercaba a la iglesia de La Soledad a encender una velita por él, para que lo alumbrara en los inciertos caminos de sangre que obligado por las circunstancias tenía que recorrer. Después, rezaba dos padrenuestros, dos avemarías y dos glorias, se santiguaba y se iba con la pena metida en las entrañas de su cuerpo. Así, casi todas las tardes.
Cuando acabó aquella locura fratricida, Manuel volvió al hogar trayendo en el rostro la huella del que se ha dejado casi todo por el camino. Apenas se refirió nunca a las vicisitudes que le ocurrieron en el frente aunque sus silencios presagiaban que nada bueno debió ocurrirle. Se volvió más prudente y reservón, si cabe.
A través de una buena recomendación que hizo su suegro, Ramón, capitán retirado del ejército, logró cambiar de trabajo pues la profesión que desempeñaba le obligaba a faenar en las aguas turbulentas de la represión que vino tras la guerra. Se colocó, pues, de ordenanza en un Ministerio.
Empezó a llevarse muy bien con la bebida pero muy mal con su familia, que tuvo que padecer el carácter algo irascible que fue tomando con el tiempo.
Murió a mediados de los años noventa y hasta el último suspiro llevó con resignación la pena de lo vivido aquellos trágicos años.
Joaquina murió hace unos pocos años. A pesar de la edad mantuvo la lucidez casi hasta el final. Antes que la enfermedad llenara de sombras su cerebro, hablaba de vez en cuando de la guerra. Esto es lo que venía a decir, más o menos.
- Anda que no pasamos nada cuando la guerra. Las pasamos canutas. Hasta carne de perro llegamos a comer cuando no había otra cosa, y con el pellejo de las naranjas hacíamos tortilla cuando no teníamos patatas. Mataron a mucha gente. Eso fue una desgracia muy grande. Que nunca más vuelva a repetirse, por Dios. Mi marido tuvo que ir a fusilar en la guerra porque no le quedó otra. Le obligaron y el tenía que cumplir con su obligación, pero él siempre me dijo y me redijo, que nunca mató a nadie, porque no disparaba a dar. Y yo siempre le creí. Lo pasó muy mal el pobre. Perdió toda la dentadura de cómo se le pusieron los nervios. Siempre fue un gran padre y marido. En fin, la dichosa guerra.
Antonio Alfonso Hernández